El hecho de que una persona tenga una discapacidad no significa que esté incapacitada para el trabajo. Una enfermedad (en el caso que nos ocupa, una enfermedad alérgica) puede implicar una discapacidad y, sin embargo, tener escasa repercusión (o no tenerla en absoluto) sobre el rendimiento laboral de la persona que la padece. Por eso, con carácter general, si me reconocen una discapacidad por mi enfermedad alérgica no tengo obligación de comunicarlo a la empresa en la que trabajo.
Sin embargo, si el problema de salud por el que se ha reconocido la discapacidad puede afectar o afecta realmente a las funciones que la persona con discapacidad realiza en la empresa, o si condiciona algún riesgo relevante para su salud o para la seguridad de esa misma persona o de otras, entonces sí es necesario comunicarlo: no el hecho de que se haya reconocido una discapacidad, sino la enfermedad en cuestión que ha llevado a dicho reconocimiento. Por ejemplo, supongamos que padezco un asma bronquial por alergia a alguna sustancia inevitablemente presente en mi entorno de trabajo. En tal caso, la permanencia en el puesto de trabajo hace muy difícil el control de la enfermedad, y puede suponer un riesgo relevante para la salud del propio trabajador enfermo. Por ello, si el aspirante al puesto de trabajo conoce esa situación antes de su incorporación a la empresa, debe comunicarlo entonces (sí, esa comunicación puede tener como consecuencia que se le declare no apto para ese trabajo y, por tanto, no se le contrate; pero es que, de otra forma, estaría atentando gravemente contra su propia salud); y si el diagnóstico se realiza cuando ya lleva algún tiempo trabajando, debe comunicarlo cuando tenga conocimiento de él. En este último caso, podría tratarse de una enfermedad profesional, por lo que es aconsejable preguntar al médico del servicio de prevención de riesgos laborales de la empresa, o al médico asistencial que atienda al trabajador, si existe algún tipo de protección por parte de la Seguridad Social a la que pueda acogerse.
Exceptuando esas circunstancias referidas, la decisión de comunicarlo o no es una opción individual.
Si la persona con discapacidad decide dar a conocer su situación a la empresa, exceptuando los supuestos anteriores (y es importante insistir en esos supuestos: que la enfermedad afecte realmente a las funciones que esa persona tiene asignadas en la empresa, o que la continuidad en el puesto de trabajo implique un riesgo serio para su salud o para su propia seguridad o la de otras personas), ese conocimiento no puede dar lugar a una dificultad de integración del trabajador en la empresa ni, por supuesto, a un despido. Si tuviera lugar un despido para el que no existan otras causas objetivas, la empresa tendría que demostrar que se debe a alguno de los supuestos ya mencionados (lo cual le permitiría argumentar lo que el Estatuto de los Trabajadores llama «ineptitud sobrevenida» del trabajador); en caso contrario, podríamos estar ante un caso de discriminación, y el despido podría ser nulo.
Por otra parte, la discapacidad del trabajador (recordemos: como mínimo un grado de discapacidad de 33 %) podría suponer una serie de ventajas para el acceso a diversos puestos de trabajo (las comentamos en la entrada de ayer), o también beneficios o bonificaciones para la propia empresa. Para ello, únicamente habría que comunicar la condición de discapacitado, pero no así el diagnóstico de la enfermedad que ha llevado al reconocimiento administrativo de esa condición.
También existe la posibilidad de solicitar a la empresa una adaptación del puesto de trabajo, cuando resulta procedente por las necesidades del trabajador discapacitado. En estos casos, sería la empresa la que tendría que valorar si existe la posibilidad de cambiar al trabajador de puesto de trabajo, trasladándolo a otro que resulte compatible con su situación (para lo que tendría que contar con la voluntad del trabajador), o si se pueden hacer modificaciones sobre el mismo puesto de trabajo que ya tiene. En estos casos, el servicio de prevención de riesgos laborales de la empresa sí tendría que conocer el diagnóstico de la enfermedad, para poder actuar en función del mismo.
Volviendo al ejemplo anterior, imagínate que resultara posible trasladarme a un puesto de trabajo en el que no tuviera ningún contacto con el alérgeno que me da problemas, conservando íntegramente el salario y los restantes derechos que pudiera tener como trabajador. Ganaríamos todos.