Finalmente, los 196 países reunidos en París desde el 30 de noviembre han conseguido, el pasado sábado, llegar a un acuerdo, el Acuerdo de París, para alcanzar el objetivo de «mantener el aumento de las temperaturas por debajo de los 2ºC con respecto a los niveles preindustriales y perseguir los esfuerzos para limitar el aumento a 1,5ºC».
La noticia fue recibida por la prensa inicialmente con una euforia manifiesta: no ha sido fácil, no puede ser fácil, poner de acuerdo a tantos países con intereses, a corto plazo, tan diversos… aún cuando todos compartamos el interés de garantizar la supervivencia del planeta. Porque las discrepancias no están en el objetivo, sino en los medios necesarios: en la disyuntiva de a quién se deben exigir las mayores renuncias o sacrificios, es fácil ver antes la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. En ese sentido, se trata de un gran logro, que merece el calificativo de histórico, pues es el primer acuerdo global para atajar el calentamiento desencadenado por el hombre con sus emisiones de gases de efecto invernadero. Un gran logro de los negociadores, sin duda.
Sin embargo, no puede olvidarse que, en palabras de los propios negociadores, el pacto abre un camino, pero no es la meta: es, tan sólo, un inicio. Los 196 gobiernos se comprometen alcanzar el techo de emisiones gases invernadero «lo antes posible» y a poner en marcha un mecanismo de financiación de 100.000 millones de dólares para medidas de mitigación y adaptación al cambio climático, con el que los países ricos contribuirán a que los países más vulnerables puedan combatir y compensar las pérdidas sufridas por el cambio climático (y esta cantidad se actualizará en 2025). El contenido del Acuerdo deberá ser ratificado por todos los países la próxima primavera, entrará en vigor hasta el 2020 y será revisado cada cinco años.
Pasada la euforia inicial, son muchos los que se han referido al acuerdo como «decepcionante». Sobre todo, los colectivos ecologistas, que consideran que debería haber sido mucho más ambicioso, y que se trata de una oportunidad perdida.
Sin embargo, no es un acuerdo decepcionante. Era necesario llegar a un consenso en esta materia, pero no era fácil consensuar las medidas a adoptar. Teniendo en cuenta que no existen mecanismos legales en el Derecho Internacional para obligar a los distintos países a suscribir un compromiso que consideren contrarios a sus intereses, haber logrado un acuerdo es, sin duda, un acontecimiento digno de celebración. Valorado como un punto de partida, el Acuerdo de París marca un punto de inflexión en la lucha contra el cambio climático. No es la solución, pero nos pone en el camino para la misma.
«Nadie por sí sólo puede lograr el éxito, el éxito se consigue de forma colectiva»: así lo resumió Laurent Fabius, Ministro de Exteriores francés. La última generación de lemmings motorizados, según la expresión que utilizábamos hace un par de semanas para referirnos a nosotros mismos, ha decidido frenar su carrera hacia el precipicio (aunque ni siquiera podemos decir que hayamos invertido el sentido de la marcha). Esperemos que seamos capaces de detenernos todos, pues de lo contrario quienes intenten frenar se verán arrastrados por quienes siguen corriendo.