Charles R. Darwin fue un naturalista británico que formuló las bases de la moderna teoría de la evolución. Con una formación académica previa en medicina y teología (de ambas disciplinas había cursado estudios reglados), sus observaciones empíricas le llevaron a concluir, y a defender por escrito, la hipótesis de que todas las especies de seres vivos han evolucionado en el tiempo a partir de un antepasado común, mediante un proceso denominado selección natural. Esta idea es incluso extensiva a la especie humana, implicando que el ser humano es descendiente de otros primates, motivo por el cual su teoría encontró numerosos detractores ya en vida de Darwin. Sugerir, simplificando mucho, que el hombre pudiera descender del mono, fue recibido por algunos sectores de la sociedad como un golpe a su dignidad y autoestima comparable al que se experimentó cuando, unos siglos antes, Nicolás Copérnico defendió que la Tierra no es el centro del Universo.
La teoría de la selección natural, hoy plenamente aceptada por la comunidad científica, propone que algunos miembros de la especie tendrían, por sus propias características, una ventaja de cara a la supervivencia respecto al resto del grupo, y que esas características, por tanto, tendrían mayores posibilidades de ser transmitidas a la descendencia, aumentando de esa forma, con el tiempo, su frecuencia en la población. Frente a la idea comúnmente divulgada en la población sobre la «supervivencia del más fuerte», Darwin no defendía que necesariamente fuese el más fuerte el que contara con esa ventaja evolutiva, sino el que mejor fuese capaz de adaptarse a las circunstancias del entorno: sería, entonces, la «supervivencia del más apto», que no necesariamente coincide con el más fuerte. A veces, ser el más fuerte representa, sin duda, una ventaja para sobrevivir. Otras veces, por el contrario, la fuerza o resistencia física no constituye un factor determinante: no siempre el más fuerte es el más apto. Todo dependería de las características del entorno. Así, por ejemplo, un animal con una gran capa de grasa corporal podría pasar más tiempo sin ingerir comida, uno con un pelaje más denso podría tolerar mejor los climas muy fríos, y un ejemplar con resistencia a la falta de agua podría sobrevivir mejor en terrenos desérticos. Los ejemplos son innumerables (¿os acordáis de cuando hablábamos, aquí mismo, de la teoría de Marvin Harris sobre la intolerancia a la lactosa?) y no necesariamente relacionados con la fortaleza física.
No cabe duda de que la nueva normativa europea sobre información alimentaria, ya en vigor, que obliga, entre otros, a los propietarios de bares o restaurantes a proporcionar a los clientes información sobre la presencia de diversos alérgenos (los considerados más frecuentes) en los platos que sirven, va a suponer a esos propietarios un esfuerzo de adaptación: un esfuerzo que redundará en la seguridad de las personas alérgicas e intolerantes y en una mayor calidad de vida para ellos. Antes de la entrada en vigor de esta normativa, las alergias e intolerancias alimentarias constituían una circunstancia a la que los establecimientos que proporcionaban alimentos directamente al consumidor prestaban mayor o menor atención dependiendo de lo que quisieran implicarse, aunque nunca les haya resultado fácil sustraerse del todo, como han exagerado algunos humoristas gráficos en su obra (las muestras que presentamos son de Ralph Hagen y Dan Piraro, ambos norteamericanos, pero las situaciones que reflejan no están sujetas a fronteras):
Ahora, en Europa, la normativa obliga a informar al consumidor de la posible presencia de los alérgenos. No obstante, en la práctica, al menos de momento, la adaptación a esa normativa se está haciendo con rigor variable. Es comprensible que sea necesario un aprendizaje, y que al principio la información sea mejorable. Pero, lamentablemente, algunas actitudes permiten intuir que también hay quien intenta salir del paso con el menor esfuerzo posible, buscando alternativas para que este cambio normativo no le suponga ningún quebradero de cabeza, si puede evitarlo. Un claro ejemplo de lo dicho es este cartel, con el que un restaurante de comida italiana busca salir del paso:
Resulta evidente que la empresa propietaria del restaurante en cuestión (cuyo nombre es irrelevante de cara a destacar el hecho que queremos comentar) se siente suficientemente fuerte como para renunciar despreocupadamente a contar con personas alérgicas o intolerantes entre su clientela. Craso error, obviamente. Desentenderse de un modo tan flagrante de este sector de la población necesariamente terminará costando caro: porque no solo se trata de un procentaje elevado (y creciente) de la población, sino que donde ellos no puedan comer tampoco lo harán sus familiares o amigos, al menos en las ocasiones en que vayan juntos. Mientras otros establecimientos hacen el esfuerzo para adaptarse a la nueva situación (y, con ello, consiguen que las personas alérgicas e intolerantes se sientan más seguros y más cómodos), este burdo recurso para evitarse molestias es lo que Darwin podría llamar una «desventaja adaptativa». Y en un sector empresarial en el que el cliente puede elegir (es decir, donde hay competencia), por muy fuertes que este restaurante se sienta, está situándose en una clara desventaja (una obvia desventaja competitiva) que podría llevarle al equivalente a la extinción.
Salvo, claro está, que reaccionen a tiempo. Que lo harán, por supuesto.