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¿»Truco o trato»?: ¡Que no tengamos un mal rato! (por un Halloween seguro)

Los tebeos y dibujos animados de nuestra infancia, cuando eran de origen norteamericano, mostraban sistemáticamente una tradición que parecía divertida pero con la que nosotros, niños españoles, entonces no estábamos familiarizados: llegada determinada época del año (que los chavales parecían esperar con extraordinaria ilusión), los pequeños de la casa se disfrazaban (no de cualquier cosa, pues en general eran disfraces cuidadosamente escogidos para dar miedo: fantasmas, brujas, monstruos, …) y salían por la noche en grupos pequeños para recorrer el vecindario, casa por casa, portando recipientes en los que los adultos complacientes, tras fingir asustarse ante la presencia de aquellos intrusos de aspecto supuestamente terrorífico, depositaban golosinas de tipos diversos.

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Little Lulu, de Marge; Carlitos y Snoopy (Peanuts), de Schulz; Sal y Pimienta (Sugar and Spike), de Sheldon Mayer; Daniel el Travieso (Dennis the Menace) de Hank Ketcham; los sobrinos de Donald…  Si los protagonistas eran niños, llegaba una fecha concreta, a la que ellos llamaban Halloween, en la que salían disfrazados a recoger las chucherías que sus vecinos tenían preparadas para ellos.

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Halloween (contracción de All Hallows’ Even, ‘Víspera de Todos los Santos’), también conocido como Noche de brujas, es una fiesta que se celebra en la noche del 31 de octubre, sobre todo en países anglosajones, cuyas raíces están vinculadas, además de con alguna festividad celta, con la festividad cristiana del Día de Todos los Santos, celebrada por los católicos el 1 de noviembre. La costumbre de la que hablábamos arriba es la tradición llamada «trick or treat» (traducida como «truco o trato», «treta o trato» o, mucho más libremente, «dulce o truco»), cuyo origen algunos sitúan en la costumbre de pedir el «soul cake» (pan de almas) en Gran Bretaña o Irlanda en la Edad Media: en efecto, la noche de Halloween los niños recorren el vecindario disfrazados, pidiendo golosinas con esa frase, que, supuestamente, sitúa al interlocutor en la disyuntiva de proporcionar algún dulce o exponerse a alguna travesura. Los primeros registros de esta actividad en los Estados Unidos datan de las primeras décadas del siglo XX, y se popularizó y difundió intensamente en la segunda mitad del mencionado siglo.

En la actualidad, se trata de una costumbre muy afianzada en los Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Irlanda, Australia, Nueva Zelanda y muchos países de América Latina. En España, sin embargo, su aceptación no termina de ser completa, a pesar de lo cual cada vez son más los niños que, llegada la fecha mencionada, quieren aventurarse a probar suerte con la generosidad de sus vecinos.

Y, como en tantas otras situaciones, si hay alergias o intolerancias alimentarias, esa aventura puede suponer un lógico motivo de preocupación para los padres o cuidadores.

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 ¿Qué podemos hacer para minimizar los riesgos si nuestros hijos con alergia o intolerancia alimentaria salen con otros niños a disfrutar de la noche de Halloween?

Cuando los niños son muy pequeños, obviamente es necesario que vayan acompañados por una persona mayor: y no solamente por los riesgos asociados a la posible alergia o intolerancia, sino para protegerlos de cualquier tipo de riesgo. El adulto debe mantenerse a la distancia razonable para que la protección sea efectiva sin que los pequeños se sientan controlados (ello, claro está, siempre que el espacio por el que se van a mover haga posible que disfruten de una cierta autonomía sin renunciar a la seguridad: un sitio, por ejemplo, que no sea lugar de tránsito de vehículos ni donde puedan encontrar animales peligrosos).

Es conveniente, también, llevar uno o varios recipientes para incluir en ellos las golosinas libres de alérgenos o de sustancias peligrosas, y mantenerlas así alejadas de las que sí incluyen tales sustancias en su composición. Por ejemplo, en el caso de una persona celíaca, no basta con separar los productos con gluten de los productos sin gluten a la hora de consumirlos: si en algún momento han estado en contacto unos con otros, se habrá producido la tan temida contaminación cruzada. Y lo mismo resulta de aplicación para las alergias alimentarias. Para poder cumplir adecuadamente este requisito, es fundamental, por supuesto, ser capaz de identificar y discriminar entre ambos tipos.

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Cuando los niños son mayores, se hace imprescindible potenciar su educación y su responsabilidad en este ámbito. Lo ideal, salvo que tengan edad y conocimiento suficiente como para discriminar por sí mismos sin margen de duda, es acordar con ellos que las golosinas conseguidas durante el paseo no se comerán hasta llegar a casa: allí podrán ser inspeccionadas y filtradas por un adulto. Para que ésto sea posible con garantías, es necesaria la colaboración de los otros niños del grupo. Ser testigo imperturbable de cómo sus amigos disfrutan de sus golosinas sin caer en la tentación de probarlas exige una fuerza de voluntad casi heroica. Sin embargo, si todos los integrantes del grupo son conscientes del motivo que justifica la conveniencia de no comerlas hasta regresar a casa, pueden hacer un frente común para evitar que ninguno de ellos tome la iniciativa de empezar a comerlas. Y ésto puede resultar incluso más fácil si todos ellos saben también que, a su regreso, les espera alguna recompensa adicional, que los padres habrán preparado, para premiar el cumplimiento de su compromiso de no tomar chucherías antes de llegar a casa.

Una vez en casa, habrá que sopesar cuidadosamente los ingredientes de cada uno de los alimentos conseguidos: algo que, lógicamente, podrá hacerse de un modo eficaz cuando se trata de productos comerciales que vienen empaquetados con un etiquetado correcto.

Una medida interesante, que depende del vecindario pero que, si éste no es muy amplio, podría inducirse, es introducir la costumbre de cambiar las tradicionales golosinas por otros artículos que puedan igualmente hacer ilusión a los niños pero que no sean para comer: por ejemplo, pegatinas, lápices de cera, lápices de colores, adornos, pequeños juguetes, libretas, gomas divertidas, pelotas de goma, tebeos, silbatos, láminas para colorear, etc.

Además de todo lo anterior, si el problema es una alergia alimentaria, acuérdate de tener a mano, y localizado, el dispositivo precargado de adrenalina. Unos días antes de que llegue Halloween, acuérdate de comprobar su fecha de caducidad, por si fuera necesario conseguir uno nuevo. Lo más probable es que no haya que utilizarlo, pero podría ser dramático que resultara necesario y no estuviera disponible.

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Los niños obesos con asma pueden abusar innecesariamente de su tratamiento

Puesto que no suelen estar exentas de molestias o de riesgos, antes de poner en marcha cualquier actuación médica es necesario sopesar muy cuidadosamente los posibles inconvenientes frente a las ventajas esperadas. Eso incluye, por supuesto, la toma de fármacos: prácticamente cualquier medicamento, hasta una simple aspirina, puede tener efectos secundarios indeseables. Por eso, suele decirse que, en medicina, lo que no está indicado (es decir, todo aquéllo que es diferente de la actuación que la situación clínica del paciente requiere) está contraindicado (o sea: no debe hacerse).

Por eso, resultan relevantes los hallazgos de un trabajo desarrollado por investigadores de Orlando (Florida) recientemente dados a conocer por la revista Journal of Allergy and Clinical Immunology (JACI), según los cuales los niños obesos con asma pueden abusar innecesariamente de la medicación de rescate que tienen prescrita.

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  La obesidad infantil es uno de los problemas de salud pública más graves del siglo XXI, y su prevalencia ha aumentado a un ritmo alarmante en los últimos años. El sobrepeso y la obesidad se definen, según la Organización Mundial de la Salud, como «una acumulación anormal o excesiva de grasa que supone un riesgo para la salud», y se consideran distintos grados de un mismo fenómeno (la diferencia entre uno y otra es cuantitativa, no cualitativa). Las personas que padecen obesidad pueden tener un déficit de su función pulmonar, con una capacidad pulmonar reducida. La denominación técnica es «déficit ventilatorio» o «insuficiencia ventilatoria», y su causa es que las paredes del tórax, por el acúmulo de grasa, no pueden expandirse adecuadamente para permitir el llenado total de los pulmones en el acto de la inspiración (se trata de una «restricción» de la capacidad de distenderse que tiene el tórax). Como consecuencia de ello, en la inspiración entra menos aire del que sería deseable. Y la persona obesa puede percibir esa circunstancia como una sensación de ahogo o de falta de aire, especialmente cuando aumentan sus requerimientos de oxígeno, es decir, cuando hace esfuerzo físico.

Los investigadores de Orlando, después de revisar las circunstancias que afectaban a más de 50 niños, llegaron a la conclusión de que muchos de los niños obesos con asma interpretaban esa sensación de falta de aire como si estuvieran experimentando una descompensación de su asma, y recurrían al tratamiento inhalado que se les había prescrito para las crisis. En realidad, el mecanismo por el que se produce la crisis de asma no tiene nada que ver con el que hemos descrito en el trastorno ventilatorio restrictivo de las personas obesas.  En el caso del asma, se produce una inflamación de los bronquios (los conductos que llevan el aire hasta los pulmones y lo distribuyen allí) que condiciona un estrechamiento de los mismos (una broncoconstricción): eso se manifiesta con síntomas como tos, dificultad respiratoria (ahogos), ruidos al respirar (“pitos” o sibilancias) y sensación de opresión en el pecho.

Los pacientes con asma bronquial pueden tener prescrito un tratamiento dirigido a luchar contra la inflamación de base, y/o un tratamiento dirigido a dilatar los bronquios (broncodilatadores). Este último (que es el que se suele prescribir como tratamiento «de rescate», para ser utilizado ocasionalmente en los casos en que el enfermo crea necesitarlo) es el que, en el trabajo descrito, los niños obesos utilizan innecesaria e infructuosamente: lo utilizan porque confunden su sensación de falta de aire (debida a su obesidad y, por tanto, estabilizada, aunque se ponga de manifiesto especialmente cuando aumentan sus requerimientos de oxígeno, es decir, cuando hacen esfuerzo físico) con una descompensación de su asma; y su uso resulta infructuoso porque, en estos casos, los bronquios no están especialmente contraídos o estrechados: el problema es otro, una imposibilidad de las paredes del tórax para distenderse adecuadamente, algo sobre lo que los broncodilatadores no tienen efecto alguno.

Lamentablemente, esos broncodilatadores no están exentos de efectos secundarios, por lo que su uso innecesario es indeseable.

Un motivo más, entonces, para luchar contra la obesidad infantil. Y también, por supuesto, para potenciar la educación de las personas asmáticas, tengan la edad que tengan.