Si intentas meter de forma súbita una rana viva en un cazo con agua excesivamente caliente, el animal se revolverá con brusquedad y saltará fuera violentamente. No es que lo hayamos hecho nunca, pero es una cuestión de pura lógica. Sin embargo, si esa misma rana se introduce en un cazo de agua fresca, y la temperatura de la misma se va aumentando progresivamente de un modo muy lento, la rana permanecerá en el agua casi sin percatarse de que se está calentando de forma gradual, nadando sin percibir incomodidad alguna, tal vez hasta alcanzar la misma temperatura que en el caso anterior le hizo reaccionar con tanta fuerza. Y quizás para entonces, cuando quiera reaccionar, ya sea tarde.
Podría decirse que algo parecido es lo que le ha ocurrido a la sociedad norteamericana con el precio de la adrenalina autoinyectable.
En 2007, la compañía farmacéutica Mylan compró a MerkKGaA el producto «EpiPen«, un dispositivo autoinyectable para administración de adrenalina que le ha llevado a disfrutar de una posición prácticamente monopolística en el mercado: su competidor «Adrenaclick» no es de manejo tan sencillo, y otro producto alternativo, «Auvi-Q«, fue retirado del mercado por considerarse que no era del todo seguro.
El dispositivo de adrenalina autoinyectable es imprescindible para las personas con riesgo de reacciones alérgicas graves, es decir, con riesgo de padecer anafilaxia. Deben llevarlo consigo de forma preventiva si existe el riesgo, y deben saber utilizarlo si fuera necesario. Lo ideal, lógicamente, es que no llegue a ser necesario (es decir, que no llegue a utilizarse), pero deben tenerlo siempre, y llevarlo consigo (incluso, puesto que la duración de su efecto es limitada en el tiempo, frecuentemente se recomienda llevar dos iguales, para estar completamente seguros de que, utilizados de forma consecutiva si fuera preciso, garantizarían la supervivencia durante el tiempo necesario hasta que pueda recibirse la asistencia sanitaria urgente). A veces, decimos a nuestros pacientes en consulta que «lo ideal sería que caducasen sin que haya sido necesario utilizarlos», pero es una forma de hablar, y así se lo hacemos saber, pues de ninguna manera debe permitirse que caduquen sin haberlos renovado: siempre debe disponerse de al menos un aparato en perfecto estado, y la existencia de una fecha de caducidad obliga a comprar otro aunque el anterior no haya llegado a utilizarse. Mylan tenía, por tanto, como puede verse, un mercado cautivo (el cual incluso se ha cuantificado, pues se estima que el medicamento es imprescindible para unos 3,6 millones de estadounidenses).
Y el precio del producto ha subido desde 2007 más de 500 por ciento. Mylan ha ido subiendo progresivamente el precio de «EpiPen» hasta alcanzar ¡más de 5 veces su valor inicial!: El precio de una caja de dos dosis ha pasado de 93,88 dólares en 2007 a 608,91 en mayo de este año. Y de repente, como si la rana de la que hablábamos antes se preguntara súbitamente cómo es posible que no hubiera reaccionado antes, ha saltado el escándalo. La sociedad estadounidense se ha indignado con semejante abuso de poder monopolístico. Porque, al mismo tiempo que los precios culminaban esa subida tan espectacular, las retribuciones de los directivos de Mylan experimentaban también un aumento significativo: lo cual, obviamente, permite entender que no son los gastos de producción lo que se está repercutiendo sobre el consumidor final con esa subida de precios.
Algunos legisladores están solicitando más información sobre la causa de ese aumento de precio (como si cupiera alguna duda al respecto). Se da, incluso, la circunstancia de que en algún caso hay implicación personal, como ocurre con una senadora de Minnesota cuya hija necesita el medicamento. En contrapartida, durante el escándalo se ha sabido, también, que la hija de un senador de West Virginia es uno de esos directivos de Mylan cuyas retribuciones se ven claramente favorecidas por la situación. Y el ciudadano norteamericano ve cómo esta compañía farmacéutica se está convirtiendo en símbolo de lo más perverso del capitalismo. Porque, por si fuera poco, Mylan ha transferido su sede a los Países Bajos, con lo que evita pagar impuestos en los Estados Unidos de América: algo que es legal, pero que muchos estadounidenses no ven con buenos ojos. Hasta Hillary Clinton, la candidata demócrata a la Casa Blanca, ha denunciado el último y más reciente aumento de precio de este fármaco, nada menos que 100 dólares.
En el ojo del huracán, Mylan ha comunicado hoy mismo que reducirá el precio de su popular auto-inyector a personas con bajos recursos en EEUU, y que, aunque no está en su ánimo bajar el precio general de «EpiPen» en EEUU, buscará fórmulas para ampliar los programas que ya tiene para facilitar el acceso a este fármaco a las personas con menos recursos o con nula o escasa cobertura de seguro de medicamentos.
Bienvenida sea, por supuesto, cualquier medida que facilite el acceso a este fármaco de todas las personas que lo necesiten; aunque, si no pasa por una disminución real del precio de mercado, se nos antoja insuficiente. En alguna ocasión hemos defendido aquí que la investigación y la innovación científica (incluyendo, por supuesto, la farmacológica) deben verse incentivadas económicamente para que resulten atractivas a la iniciativa privada. Pero establecer de forma abusiva precios tan desporporcionados, aprovechándose de la necesidad de personas cuya vida depende del medicamento (tal vez no esté de más recordar ahora que esta empresa compró el producto ya existente, sin que ni siquiera se pueda atribuir a ella su desarrollo inicial), aún cuando pueda ser legal, nos parece vergonzosamente alejado de la más elemental ética… incluso de la del capitalismo.