Marvin Harris (1927-2001), antropólogo, fue el introductor y principal representante de la escuela antropológica llamada materialismo cultural, un enfoque de investigación científica de las pautas culturales y comportamentales del ser humano que da prioridad a las condiciones materiales en las causas y mantenimiento de las costumbres y de las formas de relacionarse de los componentes de los distintos grupos humanos. A diferencia de otras corrientes, el materialismo cultural se plantea que, lejos de ser hábitos irracionales o incomprensibles, las sociedades configuran sus diferentes culturas como mecanismos de adaptación al medio y a las circunstancias (con gran importancia de los aspectos materiales y del entorno ecológico) en que deben desenvolverse. La cultura sería, según este enfoque, un mecanismo de adaptación a las circunstancias biológicas y medioambientales que resultaría perfectamente explicable desde el conocimiento de tales circunstancias.
Harris, autor de múltiples libros, ha presentado hipótesis plausibles para explicar, desde ese planteamiento, pautas culturales tan aparentemente incomprensibles como podrían ser el culto a la vaca sagrada del hinduismo o la aversión hacia el cerdo de algunas de las principales religiones monoteístas.
En 1985, Marvin Harris dedicó un libro a las pautas culturales en la alimentación humana, con el título «Bueno para comer: Enigmas de alimentación y cultura«. Obviamente, una cosa es nutrirse (que es el acto biológico por el que introducimos en nuestro organismo los nutrientes necesarios para la vida) y otra cosa es alimentarse: cómo comemos, cuándo comemos, dónde comemos, con quién, y, muy especialmente, qué comemos, son, sin duda, comportamientos que tienen significados y connotaciones, para cada uno de nosotros, mucho más elaborados que el mero hecho de nutrirnos.
En ese libro, en el capítulo llamado «Lactófilos y lactófobos«, Harris presenta la intolerancia a la lactosa como el principal de los factores que podrían explicar las aparentemente caprichosas diferencias entre los distintos pueblos a la hora de aceptar o rechazar el consumo de leche por parte de personas adultas.
Parte de una observación sobre la comida china: «Como admirador y frecuente consumidor de comida china tenía que haberme dado cuenta de que los menús de ésta no contenían platos preparados mediante derivados lácteos: ni cremas a base de nata para acompañar carnes o pescados, ni queso fundido o en soufflé, ni tampoco mantequilla para añadir a verduras, pastas, arroces o budines. Pero todos los menús que yo había visto ofrecían helados entre los postres. Nunca se me ocurrió pensar que esta solitaria especialidad láctea fuera una concesión al paladar norteamericano y que poblaciones enteras de congéneres humanos pudieran despreciar el «alimento perfecto» de mi infancia y mi juventud«.
En efecto, lo que en nuestra cultura se ha asumido y defendido como alimento perfecto (la leche), en otras culturas se acepta como tal exclusivamente para la infancia, rechazándose su consumo en la edad adulta. «Los chinos y otros pueblos del este y sudeste asiáticos no sólo muestran una aversión hacia la utilización de la leche, sino que la aborrecen intensamente, reaccionando ante la posibilidad de tragar un buen vaso de leche fría poco más o menos como reaccionaría un occidental ante la perspectiva de un buen vaso de fría saliva de vaca«: así de explícito se muestra Harris en su descripción.
Y es que se da la circunstancia de que esa condición que describíamos en una entrada anterior de este blog, la intolerancia a la lactosa, es mucho más frecuente en diversas poblaciones distintas de la nuestra: de hecho, así como en la población europea un muy elevado porcentaje de individuos conservamos en nuestra edad adulta cantidades de la enzima lactasa capaces de digerir adecuadamente la lactosa de la leche que podamos tomar, en otros colectivos es diferente, y entre los chinos y otros habitantes del Extremo Oriente lo más habitual es que la población adulta sea deficiente en lactasa. Harris explica estas diferencias entre unas poblaciones y otras en términos evolutivos, asumiendo que, en aquellas zonas donde los animales de ordeño hubieran sido una fuente importante de alimentación en el pasado, las personas con suficiente lactasa (es decir, tolerantes a la lactosa) tendrían una ventaja evolutiva significativa (no cabe duda de que, si puedes tolerarla, la leche es un alimento con gran valor nutritivo) a lo largo de los siglos frente a las personas intolerantes a la lactosa, lo cual podría haber favorecido su reproducción y, por tanto, la perpetuación y difusión de su dotación genética: como consecuencia de lo cual, encontramos ahora poblaciones (como la nuestra) en la que la tolerancia a la lactosa en la edad adulta es la norma. Por el contrario, en poblaciones en la que no hubiese existido esa ventaja evolutiva (es decir, donde los animales de ordeño no hubiesen sido, en el pasado, una fuente de alimento tan importante), lo más frecuente es que los adultos pierdan la capacidad de digerir adecuadamente la lactosa (como suele ocurrir en otras especies de mamíferos, de cuya dieta la leche no forma parte una vez que alcanzan la edad adulta).
Como consecuencia de sus observaciones, Harris concluye que en aquellas poblaciones en las que lo habitual es tolerar la lactosa, se han desarrollado pautas culturales favorables al consumo de leche en la edad adulta; mientras que, por el contrario, allí donde los adultos suelen perder la lactasa (es decir, se hacen intolerantes a la lactosa) se ha desarrollado una aversión hacia el consumo de leche que es compartida por la mayoría de los miembros de la sociedad.
Es posible que sea así: es, como decíamos al principio, una explicación plausible.
Pero, además de aprovechar para recomendar la lectura de «Bueno para comer» (publicado en España por Alianza Editorial) a todos cuantos puedan estar interesados en la antropología, queremos proponer un reflexión referente al tema que nos ocupa: la intolerancia a la lactosa (a diferencia de la alergia a las proteínas de la leche), no puede considerarse una enfermedad; por el contrario, es una variante de la normalidad, una condición que, aunque menos frecuente en nuestro entorno, es prácticamente la norma en otras poblaciones.
Cierto: si no puedes disfrutar de los lácteos (o, al menos, si no puedes disfrutarlos sin consecuencias desagradables) probablemente tendrás que privarte de algunos placeres (hoy día, ya, con la enorme diversidad de alternativas existentes, no podemos decir siquiera que ser intolerante a la lactosa suponga una desventaja adaptativa). Pero seguro que conoces a alguien a quien le gustaría tener un poco más de resistencia cuando sale a correr, o ser capaz de aguantar un poco más la respiración cuando bucea, o ser un poco más alto para tener más facilidades en el juego del baloncesto (hay cosas que pueden verse condicionadas por la lotería genética): y a ninguno de ellos lo consideramos, por esa circunstancia, enfermo.