Archivo por meses: mayo 2014

Pero, entonces… ¿el heno produce fiebre? (sobre la expresión «fiebre del heno»)

Se ha popularizado la expresión «fiebre del heno» para referirse a la rinitis o rinoconjuntivitis producida por alergia al polen. La explicación es que hasta la segunda mitad del siglo XIX nuestros antepasados anduvieron un poco despistados respecto al conocimiento de la causa de la rinitis alérgica estacional.

La primera asociación que se estableció entre la rinitis estacional y el reino vegetal apuntó a las rosas: se hablaba de «catarro de las rosas«.

En 1819, el doctor John Bostock expuso sus conclusiones sobre esta enfermedad en una conferencia en la Real Sociedad Médica de Londres. En sus investigaciones, Bostock llegó a encontrar ¡18 casos en toda Inglaterra!, y llamó al padecimiento Catharrus aestivus (es decir, catarro de verano), pues en Inglaterra, por su latitud norte, la polinización sucede un poco más tarde que en España. Pero Bostock no llegó a relacionarlo con las plantas: él pensaba que la enfermedad se debía a los factores ambientales que percibía como propios del verano, es decir, la luz solar (más intensa que en otras épocas) y el aire caliente, junto con el hábito de realizar ejercicio físico, para lo cual, al parecer, también asumía mayor facilidad en esta estación.

Posteriormente, la enfermedad recibió el nombre de fiebre del henohay fever«, en inglés), pues se pensaba que estaba causada por los efluvios del heno fresco recién cortado.

Fue, como hemos adelantado, en la segunda mitad del siglo XIX cuando Charles Harrison Blackey demostró que la verdadera causa de la fiebre del heno era el polen: en 1873 este autor publicó su obra «Experimental Researches on the Causes and Nature of Catharrus aestivus» («Investigaciones Experimentales sobre las Causas y Naturaleza del Catarro de Verano«), que en la actualidad se considera una de las obras clave de la historia de la Alergología.

Desde entonces, sabemos que el polen es el causante de la rinitis alérgica estacional, pero, paradójicamente, ha seguido utilizándose la expresión «fiebre del heno» para nombrarla, incluso en el argot médico. Una denominación claramente inadecuada, pues ni la rinitis alérgica cursa, en condiciones normales, con fiebre, ni el heno tiene culpa alguna en su origen; y ya hemos comentado previamente cuán importante es la precisión en el lenguaje científico, y cómo debemos huir de todo aquéllo que pueda causar confusión.

Congruentemente con esto último, la Real Academia Nacional de Medicina, en su Dicicionario de Términos Médicos, desaconseja su uso por considerarlo confuso. A pesar de lo cual, es probable que sigamos encontrando esa expresión, pues la humanidad lleva casi dos siglos utilizándola. Y es importante, entonces, recordar que la fiebre del heno es el nombre que se da a una enfermedad (la rinitis alérgica estacional producida por pólenes) que ni cursa con fiebre, ni tiene nada que ver con el heno.

Así son las cosas.

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El consentimiento informado (a propósito de Quino)

Hoy hemos sabido que Joaquín Salvador Lavado, «Quino« (Mendoza, 1932), ha sido galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2014. Con buen criterio, el jurado ha querido premiar la obra de este humorista e historietista argentino, cuyos lúcidos mensajes «siguen vigentes por haber combinado con sabiduría la simplicidad en el trazo del dibujo con la profundidad de su pensamiento», y ha destacado el enorme valor educativo de aquélla.

Como ha resultado evidente por las reacciones constatadas en la prensa y en las redes sociales, todavía hoy hablar de Quino implica hablar de Mafalda, su personaje más famoso, que precisamente en 2014 ha cumplido 50 años. Pero, aunque es indiscutible que Mafalda forma parte de la historia del cómic y de la cultura popular, la obra de Quino no está constreñida a los límites de esa tira (no en vano el autor dejó de dibujarla hace ya décadas, y ha seguido en activo), sino que, como humorista gráfico de mirada lúcida, nos ha brindado multitud de otras viñetas desde las que nos sigue invitando a reflexionar sobre las relaciones humanas, enfrentándonos con frecuencia a nuestras propias contradicciones.

Permitidme que rescate una de esas viñetas para hablar del consentimiento informado.

La regulación actual en España de la relación entre los médicos y sus pacientes tiene como principal referencia una Ley que en el entorno sanitario llamamos, coloquialmente (aunque su nombre verdadero es mucho más largo), Ley de Autonomía del Paciente, nombre que se justifica porque uno de sus principales postulados es que toda actuación en el ámbito de la sanidad requiere, con carácter general, el previo consentimiento de los pacientes o usuarios: el paciente es, por tanto, autónomo para decidir a qué actuaciones quiere someterse y a cuáles no, consagrándose así el derecho del enfermo o usuario de los servicios sanitarios a decidir libre y voluntariamente entre las distintas alternativas asistenciales, incluyendo también, como una opción más, la negativa al tratamiento.

Lógicamente, para poder otorgar su consentimiento, el paciente debe recibir previamente la información necesaria que le permita conocer las posibles ventajas e inconvenientes de cada una de las opciones. La Ley encomienda al profesional sanitario la obligación de proporcionar esa información, y al consentimiento que el paciente otorga, una vez que ha sido informado, lo llama, precisamente, consentimiento informado: el consentimiento informado se define como la conformidad libre, voluntaria y consciente de un paciente, manifestada en el pleno uso de sus facultades después de recibir la información adecuada, para que tenga lugar una actuación que afecta a su salud.

El consentimiento no siempre tiene que recogerse por escrito: por el contrario, se acepta que, con carácter general, será verbal. Sin embargo, hay ciertos supuestos en que sí debe plasmarse por escrito: la Ley exige este requisito para las intervenciones quirúrgicas, los procedimientos diagnósticos y terapéuticos invasores y, en general, para la aplicación de procedimientos que suponen riesgos o inconvenientes de notoria y previsible repercusión negativa sobre la salud del paciente.

Acostumbrados durante décadas a una relación médico-paciente marcada por el paternalismo (el sanitario elegía la opción más adecuada, siempre buscando el bien de su paciente, y el paciente se sometía a la actuación elegida, con frecuencia sin recibir, ni solicitar, prácticamente, información sobre la misma), en los primeros años de implantación de la normativa que exigía el consentimiento informado (la Ley de Autonomía del Paciente es del año 2002, pero el consentimiento informado ya existía en nuestra legislación desde 1986), el requerimiento, por parte del médico, de la firma del paciente, suscitaba en éste con frecuencia un acusado recelo, pues no raramente se pensaba que la intención del médico era descargarse de responsabilidad. Quino lo plasmó de un modo acertadísimo en este chiste, en el que el cliente de un peculiar restaurante tiene la sensación de que se le pide que asuma la responsabilidad de cualquier efecto nocivo que pudiera derivar de ingerir la comida que le sirvan:

Consentimiento

Afortunadamente, hoy la medida suele ser mucho mejor entendida y aceptada por los pacientes, quienes ya la ven como lo que es: una exigencia legal que obliga al sanitario, pero que de ninguna manera le exime de actuar con todas las cautelas necesarias y de poner a disposición de su paciente los medios adecuados para prestar el servicio sanitario requerido, ni le libera de responsabilidad si actuara de forma negligente.