Hoy, día 1 de septiembre, muchas personas se han reincorporado al trabajo después de disfrutar de sus vacaciones estivales. Constatar que las vacaciones han finalizado y que hay que vincularse nuevamente a la rutina laboral no siempre resulta plato de gusto, incluso si tienes la suerte de disfrutar de tu trabajo. Por eso, afrontar la vuelta con una cierta sensación de contrariedad es frecuente, por no decir habitual. Hay, incluso, quien habla de «depresión postvacacional». Pero hablar de «depresión postvacacional» puede considerarse un ejemplo claro de medicalización, que, como vimos en nuestra entrada «Así es la vida: No todo son problemas médicos«, es el proceso de convertir situaciones que han sido siempre normales en cuadros patológicos y pretender resolver, mediante la medicina, situaciones que no son médicas, sino sociales, profesionales o de las relaciones interpersonales. Sentirse contrariado, o incluso triste, al final de las vacaciones, es una reacción normal, y en situaciones normales no puede considerarse patológico.
Por ese motivo, en referencia a esa supuesta «depresión postvacacional» y con una carga importante de ironía, se ha llegado a proponer el primer día laborable de septiembre (este año, el día 1 de septiembre) como «el Día de las Enfermedades Inventadas».
Hablar de «enfermedades inventadas» puede sonar despectivo, e interpretarse como una falta de respeto para personas que se sienten realmente enfermas. Pero debemos interpretarlo simplemente como una forma de llamar la atención sobre la existencia de una serie de situaciones en que, precisamente, se pretende dar consideración de enfermedad (con todo lo que ello puede conllevar: comprensión social para el sufrimiento, apoyo familiar y social, implicación de los servicios médicos en la búsqueda de soluciones, …), a vivencias que no tienen, realmente, carácter patológico. Con frecuencia, los medios de comunicación generalista recogen y amplifican esa medicalización, facilitando que la opinión pública termine asumiéndola (no se trataría, por tanto, de enfermedades inventadas por la propia persona que se siente enferma, sino que estas personas asumen una creencia más o menos implantada en su entorno). Esta viñeta de Jim Borgman (en inglés), en el que el responsable de un noticiario asocia cada día, de forma aleatoria, un hábito de la población con la posibilidad de causar una condición clínica en un colectivo concreto, recoge precisamente esta idea:
En otras ocasiones, la persona refiere una serie de síntomas subjetivos (que no se acompañan de signos objetivos) que atribuye a alguna circunstancia concreta, sin que haya ninguna evidencia científica de que tal asociación exista realmente. Uno de tales casos es la llamada hipersensibilidad electromagnética, electrosensibilidad o «alergia al wifi«.
Las personas que refieren padecer hipersensibilidad electromagnética se quejan de una serie de síntomas subjetivos variados (mareos, dolores de cabeza, insomnio, astenia, irritabilidad, acúfenos, dolores musculares, …) que atribuyen a la proximidad de campos electromagnéticos como los que emanan de los teléfonos móviles u otros aparatos electrónicos. Estas personas están convencidas de que la cercanía de ondas de telefonía, de wifi, las líneas de alta tensión y cualquier otro instrumento o artilugio capaz de emitir radiaciones electromagnéticas les producen malestar, que es más intenso cuanto más tiempo permanezcan bajo su influencia.
Sin embargo, no hay evidencia científica de que los campos electromagnéticos produzcan realmente esos efectos: no existe ninguna prueba que permita, más allá de la creencia (completamnte infundada desde el punto de vista científico) de los propios afectados, asumir que las radiaciones electromagnéticas producen esos síntomas. Los estudios realizados concluyen que la exposición a campos electromagnéticos en las condiciones en las que estamos sometidos a ellos no producen efectos biológicos que puedan considerarse perjudiciales para la salud. Así de tajantes se muestran los autores de un informe técnico elaborado por un Comité de Expertos del Ministerio de Sanidad que, con el título «Campos electromagnéticos y salud pública» puede encontrarse expuesto al público en la web del Ministerio de Industria, Energía y Turismo.
Y tampoco existe ningún dato objetivo que permita pensar que hay personas más sensibles que otras a estos tipos de radiaciones.
La radiación electromagnética es una combinación de campos eléctricos y magnéticos que se propagan a través del espacio transportando energía de un lugar a otro. Realmente, vivimos rodeados de radiaciones electromagnéticas, y no solamente procedentes de fuentes artificiales: estamos inmersos en el campo magnético terrestre, el propio Sol irradia energia en forma (entre otras) de radiación electromagnética, y existe también radiación electromagnética procedente del Cosmos, ya que todos los objetos visibles del Cosmos, desde los planetas hasta los supercúmulos de galaxias, emiten algún tipo de radiación, y parte de ella llega hasta nosotros a través de la atmósfera. Pero a las personas que se refieren (que se creen) electrosensibles no les preocupan estas radiaciones electromagnéticas naturales. A su juicio, son sólo las radiaciones procedentes de fuentes artificiales, por débiles que puedan ser, las que les hacen daño.
Los estudios científicos han demostrado que, cuando la fuente artificial de radiación electromagnética está cerca pero es desconocida para el presunto hipersensible, esta persona no sufrirá síntomas. Sin embargo, empezará a sufrirlos desde el momento en que conozca la proximidad de la fuente. Y, por el contrario, si tienen la convicción de estar sometido al efecto de alguna de estas fuentes, padecerá síntomas, aunque la fuente en cuestión esté apagada, sin emitir, o sea falsa.
En definitiva, estas personas sufren, lo pasan mal, aunque nada, a pesar de su propia convicción, permite concluir que la causa esté en los campos o radiaciones electromagnéticas a que puedan estar expuestas. Por el contrario, se puede asumir que la electrosensibilidad es una enfermedad de origen psicosomático, en la que los pacientes llegan a obsesionarse por el potencial nocivo que atribuyen a la conexión wifi, a las ondas de telefonía o a la presencia de una antena de televisión.
Un ejemplo de esa obsesión, y del sufrimiento asociado, lo encontramos en la ficción televisiva representado por el personaje Chuck McGill, de la serie norteamericana Better Call Saul.
La alergia al wifi, entonces, no existe. Podemos afirmarlo con esa rotundidad porque, sencillamente, la alergia al wifi no existe.