Sobre la polisemia en el lenguaje médico (a propósito de las vacunas de la alergia)

Hace unos días, el portal de internet Encuentra la Inspiración nos invitó a opinar en su blog sobre la forma en que los medios de comunicación general abordan la información sobre las alergias. Allí destacamos que, de las tres características fundamentales del lenguaje científico (concisión, claridad y precisión), tan sólo la primera de ellas podría sacrificarse en aras de hacer más atractivo el lenguaje, mientras que la claridad y la precisión deben ser irrenunciables.

Concretamente, la precisión atiende a la necesidad de utilizar un lenguaje que exprese exactamente lo que se quiere expresar, sin frases que puedan prestarse a doble sentido o a interpretaciones diversas: el contenido del mensaje es tan importante que no podemos arriesgarnos a que se malinterprete.

Esta necesidad de precisión es lo que hace que la polisemia (el fenómeno por el que una misma palabra tiene más de un significado) sea tan poco frecuente en medicina.

Sin embargo, aún cuando es, en efecto, infrecuente, no podemos decir que sea inexistente. Hay palabras (¡incluso términos técnicos!) que pueden tener más de un significado, y, generalmente, para deducir con cuál acepción se emplea en cada caso, hay que recurrir al contexto.

Así ocurre, por ejemplo, con la palabra «ganglio«, que se utiliza con significados muy distintos cuando nos referimos a los ganglios linfáticos (nódulos o concreciones de tejido linfoide, defensivo, que se localizan en el trayecto de los vasos linfáticos, donde funcionan como un filtro) y cuando nos referimos a los ganglios nerviosos (agrupaciones de cientos o millares de cuerpos neuronales situadas fuera del sistema nervioso central, en el trayecto de los nervios periféricos).

Otras veces, la extrapolación de términos técnicos al lenguaje común (o a la inversa) viene a complicar la cosa. Es el caso, por ejemplo, de la palabra «celulitis«, que hace referencia a la inflamación aguda de los tejidos blandos de la piel (que afecta a la dermis y al tejido celular subcutáneo), y que en el lenguaje popular se emplea para referirse al aspecto irregular que presenta la superficie cutánea de los muslos y las nalgas, más frecuente en las mujeres con tendencia a la obesidad, causado por acúmulo subcutáneo de grasa: lo que coloquialmente se conoce como «piel de naranja» (aunque el término técnico más correcto sería dermatopaniculitis deformante, por su uso tan generalizado el Diccionario de Términos Médicos  de la Real Academia Nacional de Medicina acepta también celulitis con esta acepción).

Hace unos años, un compañero médico me refirió una anécdota que le había ocurrido en consulta y que, aunque no viví de primera mano, recuerdo con tanta nitidez como si hubiese estado presente.

Mi amigo se encontraba atendiendo a una adolescente, acompañada por su madre. En un momento concreto, la chica interrumpió la consulta para anunciar que tenía «fatiga». Una consulta al Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española permite constatar las múltipes acepciones de esa palabra.

«No hay motivo para sentir verguenza», le dijo mi amigo.

«No tengo verguenza», contestó ella, «tengo fatiga».

Puesto que su primera interpretación había sido claramente errónea, el médico decidió indagar sobre el significado exacto de lo que la chica refería:

«¿Te sientes cansada?», preguntó.

«No», respondió ella. «Tengo fatiga». Aunque su lenguaje verbal no parecía traslucirlo, su rostro evidenciaba una incomodidad acuciante.

«¿Te cuesta trabajo respirar?» (la disnea, es decir, la dificultad para respirar, es otra de las acepciones con que frecuentemente se emplea la palabra «fatiga»).

«No», volvió a decir ella: «tengo fatig…»

Pero ya no terminó la frase: bruscamente, vomitó sobre la mesa.

Y es que precisamente ese es otro de los significados de la palabra fatiga: la náusea, el ansia por vomitar (el último de los significados en los que mi amigo había pensado).

En alergología, tenemos otro ejemplo de polisemia que puede prestarse a interpretación errónea: el caso de las «vacunas» de la alergia.

Con carácter general, las vacunas son productos biológicos que contienen microorganismos vivos o inactivados o una parte o un producto derivado de ellos, en suspensión, que se administran al individuo sano con objeto de inducir el desarrollo de una respuesta inmunitaria que le proteja frente a ulteriores exposiciones al microorganismo: esas son las que podemos llamar vacunas infecciosas o antiinfecciosas.

Sin embargo, en el ámbito de la alergología, hablamos de vacunas para referirnos a la inmunoterapia específica con alérgenos: la administración de forma controlada del alérgeno problema, en cantidades progresivamente crecientes hasta alcanzar una dosis que se mantendrá durante algún tiempo, con objeto de inducir en el sistema inmunológico del individuo tolerancia hacia ese alérgeno. Esas son las llamadas «vacunas de la alergia».

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En este blog siempre hemos tenido cuidado de que el empleo del término «vacuna» no se preste a confusión, especificando a qué nos referimos. No obstante, debe tenerse en cuenta que, a veces, en los medios de comunicación (incluyendo los textos a los que desde aquí enlazamos) puede utilizarse el término con uno u otro significado, y es el contexto lo que nos da las claves para interpretarlo de un modo u otro.