La Autoridad Europea sobre Seguridad Alimentaria (conocida por las siglas EFSA, pues su nombre en inglés es European Food Safety Authority) se autodefine como la piedra angular de la Unión Europea (UE) en la evaluación de riesgos en relación con los alimentos y la seguridad alimentaria. En estrecha colaboración con las autoridades de los Estados miembros de la Unión y en consulta abierta con los grupos de interés de los diversos países, la EFSA proporciona asesoramiento científico independiente e información clara sobre los riesgos existentes y emergentes relacionados con la alimentación.
Aunque se financia por los presupuestos de la Unión Europea, se trata de una agencia independiente (como organismo asesor científico, no tendría ningún sentido que fuera de otra forma) que funciona sin dependencia jerárquica de la Comisión Europea, el Parlamento Europeo o los gobiernos de los Estados miembros de la UE.
Se creó en enero de 2002 tras una serie de crisis alimentarias en la década anterior, y su función consiste en analizar todas las circunstancias relacionadas con la cadena alimentaria para elaborar dictámenes y asesoramiento científico que proporcione una para las políticas y la legislación europea, que sirva de apoyo a las autoridades de la UE o de los Estados miembros en la toma de decisiones oportunas y eficaces de gestión de riesgos. Lógicamente, sus recomendaciones (como tales) no son vinculantes, pero las actuaciones que propugnan pueden ser vinculantes si las autoridades públicas las incorporan a la normativa de obligado cumplimiento.
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Recientemente (se ha publicado el pasado miércoles 26 de noviembre), ha emitido un extenso informe científico, solicitado por la Autoridad sobre Seguridad Alimentaria de Irlanda, sobre la evaluación de los alimentos alergénicos y los ingredientes alimentarios con propósito de etiquetado.
Se trata de un extenso documento (tiene 286 páginas en su versión original en inglés) que analiza aspectos referidos a la alergia IgE-mediada y no IgE-mediada, a la enfermedad celíaca y a las reacciones adversas a los sulfitos presentes en los alimentos, pero que no se ocupa de otras reacciones adversas de tipo no inmunológico. De hecho, con ese planteamiento llama la atención que se dedique un capítulo entero a los sulfitos sin ocuparse de ninguna otra intolerancia no inmunológica, pero la explicación más coherente es que, como el propio documento expone, los mecanismos por los que se produce la intolerancia a los sulfitos no se conocen bien todavía, y por ello no puede descartarse con absoluta certeza la implicación del sistema inmunológico.
El estudio incluye aspectos epidemiológicos, respecto a los cuales manifiesta que, aunque es difícil establecer la prevalencia de alergia a los alimentos debido a la falta de estudios en algunas áreas geográficas y a la variabilidad de metodologías utilizadas en los diferentes estudios existentes, cuando se establece el diagnóstico mediante pruebas de tolerancia o provocación oral la prevalencia estaría en torno a un 3 % si se consideran datos de Europa, Estados Unidos y Australia/Nueva Zelanda, y en torno al 1 % si se consideran exclusivamente los datos europeos.
Incluye también aspectos clínicos, diagnósticos y de manejo de las diferentes situaciones.
Con carácter general, las conclusiones a las que llega sobre los requisitos del etiquetado no son muy diferentes de las que ya se han incorporado a la normativa europea. Señala la necesidad de indicar en la etiqueta la presencia de 14 alérgenos concretos (un requisito que ya es obligatorio, como señalamos en nuestra entrada del 29 de septiembre de este año, y entre los cuales se incluyen los sulfitos… y la lactosa, que, como sabemos, puede dar lugar a reacciones de intolerancia por mecanismos no inmunológicos), y recomienda continuar con la práctica de advertir si el alimento en cuestión podría contener alérgenos de forma no intencionada (una práctica que, por otra parte, si se utiliza con excesiva amplitud, podría restringir innecesariamente el acceso de algunas personas alérgicas a determinados alimentos).
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