Dejémoslo claro desde el principio: la lactosa no se comporta como alérgeno.
Ésta es una conclusión directa de lo que afirmábamos en nuestra entrada de ayer. Si decíamos que la alergia a la lactosa (es decir, una reacción inmunológica mediada por IgE frente a la lactosa) no existe (o, al menos, no ha sido descrita aún), y un alérgeno es una sustancia que, al introducirse en el organismo, desencadena una respuesta alérgica, parece razonable (es razonable) deducir que la lactosa no se comporta como alérgeno.
Sin embargo, el Reglamento (UE) nº 1169/2011 del Parlamento Europeo y del Consejo, que regula la información alimentaria obligatoria que debe ponerse a disposición del consumidor final de productos sin envasar en los establecimientos de hostelería, incluye la lactosa entre las 14 sustancias o productos a los que dedica atención expresa por su potencial para causar alergias o intolerancias.
En realidad, este Reglamento presta atención, por un lado, a la leche, cuyas proteínas sí pueden causar alergia, y, por otro, a la propia lactosa, que no causa alergia pero sí es una de las causas más conocidas de intolerancia de origen metabólico: como señalábamos ayer, por déficit de la enzima lactasa, necesaria para su asimilación por el organismo.
Los síntomas de la intolerancia a la lactosa aparecen como consecuencia de la malabsorción de este azúcar, que, cuando llega al colon, es fermentado allí por las bacterias colónicas, generando gases diversos. La presencia de estos gases puede determinar la aparición de síntomas como meteorismo, diarrea, distensión abdominal, dolores abdominales, …
Es importante destacar que la intolerancia a la lactosa no produce daños estructurales en el aparato digestivo (a diferencia de la celiaquía, por ejemplo, que sí produce una atrofia de las vellosidades intestinales), por lo que los síntomas suelen ser transitorios y ligados siempre a la ingesta de lactosa.
En los seres humanos, aunque la lactasa suele estar presente en el tubo digestivo durante la infancia, no es raro perderla una vez alcanzada la edad adulta. Este fenómeno se conoce como deficiencia primaria de lactasa, y no se considera una enfermedad. No obstante, en muchos casos varias mutaciones genéticas, con mayor o menor prevalencia según la zona geográfica, determinan una permanencia de lactasa en el tubo digestivo en cantidades adecuadas, lo cual permite seguir tolerando la lactosa durante la edad adulta. Las poblaciones que no poseen esta mutación (principalmente las asiáticas y africanas) suelen presentar la mencionada deficiencia primaria. Existe una enfermedad rara de la infancia, de la que se han documentado muy pocos casos en todo el mundo, denominada deficiencia congénita de lactasa, en la que no se produce lactasa desde el nacimiento.
En otros casos, el déficit de lactasa suele deberse a enfermedades que afectan al intestino delgado, y hablamos entonces de deficiencia de lactasa secundaria o adquirida, situación que puede volver a la normalidad (y recuperar niveles adecuados de lactasa) cuando la enferemdad en cuestión se resuelve.