Los hongos son un grupo de seres vivos eucariotas (es decir, compuestos por células con núcleo bien conformado) extraordinariamente ubicuos. Forman su propio reino, lo cual implica que no pueden considerarse animales ni vegetales. Se han identificado alrededor de 100 000 especies de hongos, aunque se calcula que puede haber de 1,5 a 3 millones de especies diseminadas por todo el mundo.
Hasta 80 géneros de hongos se han asociado con enfermedad alérgica mediada por IgE. Lamentablemente, los reactivos comerciales para hacer pruebas frente a los mismos están disponibles para un número relativamente pequeño de especies.
Los hongos están adaptados a una amplia variedad de hábitats. Están implicados en la degradación de la materia orgánica en descomposición en la naturaleza, pero también se utilizan en la industria, por ejemplo en la producción de diversos alimentos, medicamentos y enzimas.
La mayor parte de los hongos, como los géneros Cladosporium y Alternaria (que son patógenos para las plantas), crecen a una temperatura óptima de 18ºC a 22ºC. Por ese motivo, no suelen causar infección en el ser humano, ya que nuestra temperatura corporal es significativamente mayor y no pueden crecer fácilmente en nuestro organismo. Pueden, no obstante, causar (y, de hecho, las especies citadas causan) problemas de alergia, al ser inhalados y comportarse como alérgenos.
Por el contrario, existen otros hongos que sí pueden crecer a temperaturas similares a las de nuestro organismo: los llamamos, precisamente, termotolerantes. Por esa característica, estos otros hongos pueden actuar no sólo como alérgenos, sino también como comensales, y como patógenos: es decir, pueden causar enfermedades en el ser humano como consecuencia de la infección (con consecuencias que pueden variar desde lesiones en la piel hasta enfermedades amenazantes para la vida), además de la posibilidad de comportarse como alérgenos. Entre ellos están los géneros Candida, Aspergillus, Criptococcus y Penicillium.
El daño potencial que pueden causar estos hongos es diferente del daño que pueden causar los hongos que no pueden crecer a la temperatura de nuestro organismo.
Los hongos que no producen infección en el ser humano (que son, como hemos dicho, la mayoría) se comportan como aeroalérgenos, y, cuando hay sensibilización, las manifestaciones habituales son las de una alergia respiratoria (relacionadas, además, con la concentración de estos hongos en el ambiente): rinoconjuntivitis o asma.
Los hongos termotolerantes, por el contrario, pueden instalarse y multiplicarse en el interior del organismo (más frecuentemente en condiciones de inmunodepresión), desde donde no solamente están liberando de forma continuada proteínas que se comportan como alérgenos (independientes ya, por tanto, de la concentración de hongos en el ambiente), sino que también pueden causar inflamación en las estructuras infectadas e incluso destrucción de tejidos. Con frecuencia colonizan vías aéreas inferiores, y allí se comportan como una fuente constate de alérgenos, además de causar daño (por la propia acción de los hongos, por ejemplo produciendo toxinas, o por la inflamación derivada de la respuesta inmune) a las estructuras bronquiales y alveolares.
Uno de los ejemplos más claros de esto último es la llamada Aspergilosis Broncopulmonar Alérgica, una infección por el hongo Aspergillus fumigatus en la que coinciden síntomas derivados de la respuesta alérgica (con claras manifestaciones de asma bronquial) y síntomas derivados de la destrucción del tejido pulmonar como consecuencia de la infección (con daños estructurales que, una vez instaurados, pueden ser irreversibles, y que sólo con un diagnóstico y tratamiento precoces pueden llegar a evitarse).
Imagen de Aspergillus fumigatus al microscopio electrónico