La Organización Mundial de la Salud (OMS) conmemora el 10 de septiembre de cada año el Día Mundial para la Prevención del Suicidio, desde la convicción de que el suicidio es una de las grandes causas prevenibles de muerte prematura.
Más de 800 000 personas cada año mueren por causa del suicidio, y es la segunda causa de muerte en la franja de edad de 15 a 29 años. Hay, además, datos que permiten asumir que por cada adulto que muere por suicidio probablemente más de 20 lo intentaron.
Muy recientemente, la propia Organización Mundial de la Salud ha hecho público su primer informe sobre la prevención del suicidio, con el título «Prevención del Suicidio: un Imperativo Global» (existe un breve resumen del mismo en español, pero si quieres leer el texto íntegro, de momento sólo está disponible en inglés). En este documento, los expertos que han intervenido en su elaboración analizan, entre otros aspectos, los factores que pueden conducir a una persona a un comportamiento suicida, y llegan a la conclusión de que no existe un perfil único, sino que son diversos factores sociales, psicológicos, culturales y de otro tipo (como ciertas patologías preexistentes) los que pueden interactuar, a veces actuando acumulativamente, para dar como resultado la tragedia del suicidio.
De forma concreta, entre los factores de riesgo asociados con la sociedad en general identifican el sensacionalismo de los medios de difusión en lo concerniente a los suicidios, que aumenta el riesgo de imitación de actos suicidas, y la estigmatización de quienes buscan ayuda por comportamientos o ideación suicida o por determinados problemas de salud mental. Entre los riesgos vinculados a la comunidad y las relaciones están los desastres naturales o bélicos, la discriminación, un sentido de aislamiento, el abuso, la violencia y las relaciones conflictivas. Y entre los factores de riesgo a nivel individual cabe mencionar trastornos mentales, consumo nocivo de alcohol, pérdidas financieras y dolores crónicos. No son los únicos factores, pero sí algunos de los más destacados, y muchos de ellos relacionados con un sufrimiento prolongado.
Ya hemos visto previamente cómo diversos tipos de alergia pueden condicionar sufrimiento prolongado, a veces muy mortificante (picor intenso, dificultad respiratoria, …); y no solamente en el plano físico, sino que la condición de alérgico también puede ser un factor de riesgo para sufrir rechazo, aislamiento o incluso acoso.
En tales circunstancias, no es descabellado que alguien se haya planteado si las alergias graves podrían aumentar el riesgo de suicidio, y que se hayan desarrollado estudios para investigarlo. Lamentablemente, existen trabajos que apuntan en ese sentido.
Uno de ellos, realizado por un grupo de investigadores de la Universidad de Aarhus (Dinamarca), se publicó en la revista Allergy en 2011. Los autores revisaron las historias clínicas de más de 27.000 víctimas de suicidio, y las comparó con las de un grupo control de 468.000 adultos sanos. Encontraron un porcentaje significativamente mayor de antecedente de alergias graves (respiratorias o cutáneas) entre los pacientes que se habían suicidado que entre los que no lo habían hecho: no ocurría así en los pacientes con alergias leves (por ejemplo, pacientes con rinitis que sólo habían precisado tratamiento ambulatorio), sino sólo en pacientes con alergias graves que alguna vez habían precisado ingreso hospitalario por esa causa.
Entre los múltiples factores que analizaron incluyeron también los antecedentes de enfermedad mental, y encontraron una relación entre alergia y los trastornos afectivos (entre los que se incluye la depresión, aunque ellos no especificaban cuáles diagnósticos encontraron, sólo hablaban de «trastornos del humor»). Esta relación coincidía con los hallazgos de otros estudios previos. Sin embargo, en el trabajo que nos ocupa las alergias graves estuvieron asociadas con el riesgo de suicidio sólo en quienes nunca habían recibido tratamiento por trastornos afectivos.
Ante esos resultados, los autores se plantearon si los trastornos del estado de ánimo (como la depresión) en los pacientes alérgicos podrían estar infradiagnosticados, pasando desapercibidos en ocasiones, mientras que si se detectaban y se trataban ello podría reducir el riesgo de suicidio. Obviamente, esta última afirmación, aún cuando podría explicar los hallazgos obtenidos, no es más que una hipótesis. En cualquier caso, lo que siempre resulta procedente es sensibilizar al entorno del paciente alérgico (incluyendo muy especialmente a sus familiares, otros cuidadores cuando se trata de niños, ancianos o personas dependientes, y a los sanitarios encargados de su tratamiento) para, siendo conscientes de las especiales dificultades que estos pacientes pueden encontrarse por causa de su enfermedad, detectar precozmente cualquier cambio del humor que pueda ser patológico y prestar (o, en su caso, solicitar) ayuda para que el bache se supere lo antes posible.