Bullying es un anglicismo que la Real Academia Española de la Lengua todavía no ha incorporado a su Diccionario, pero que se utiliza con bastante frecuencia en el lenguaje común. Se considera sinónimo de acoso entre iguales, o de hostigamiento entre iguales, es decir, entre personas que no se encuentran situadas en distintos niveles de una relación jerárquica. La modalidad más frecuente, quizás porque los niños todavía no han terminado de desarrollar muchos de los mecanismos de autocontrol que permiten al ser humano maduro interactuar con sus semejantes sin violencia, es el llamado acoso escolar, u hostigamiento escolar.
José Sanmartín, en su artículo «Violencia y acoso escolar» (publicado en Mente y Cerebro en 2007), define el acoso escolar como una especie de tortura, metódica y sistemática, en la que el agresor sume a la víctima, a menudo con el silencio, la indiferencia o la complicidad de otros compañeros.
Los psicólogos y sociólogos nos dicen que existen determinadas circunstancias que pueden hacer a una persona más susceptible de padecer bullying, es decir, de ser acosada. Entre esas circunstancias están los factores que condicionan una diferencia evidente (que no puede ocultarse) entre un sujeto y el resto del grupo, especialmente cuando el grupo interpreta que esa diferencia condiciona una dificultad de adaptación.
A menudo, los niños con alergias alimentarias o intolerancias alimentarias pueden experimentar dificultades para adaptarse a la dinámica de sus compañeros. No poder comer todo lo que ellos comen supone tener que privarse de algo que los demás disfrutan juntos, y puede suponer que necesiten cuidados especiales o adicionales por parte de los cuidadores comunes. Ese hecho, junto a diversas experiencias concretas, permitían deducir que los niños con alergias alimentarias podían ser candidatos propicios a sufrir acoso en diversos entornos, como el escolar.
Pero, como siempre en medicina, las suposiciones (aunque sean referidas a aspectos sociales, como ésta) no son más que meras hipótesis, por lógicas que parezcan, hasta que se pueden comprobar.
El último número de la revista Journal of Allergy and Clinical Immunology incluye un estudio realizado por Antonella Murano y un grupo de colaboradores que valora la frecuencia con que un grupo de 120 escolares italianos con alergias alimentarias sufrió bullying en los dos meses previos, y la compara con la frecuencia con que lo sufrió, durante el mismo periodo, un grupo de otros 120 escolares que no tenían alergias alimentarias. Los resultados son contundentes: los niños con alergia mostraron casi el doble de probabilidad de sufrir acoso entre sus iguales que los niños que no padecían alergia.
Que los escolares con alergias alimentarias tienen más probabilidad de sufrir acoso es algo que teníamos asumido. Pero este trabajo (titulado, precisamente, «Comparison of bullying of food-allergic versus healthy schoolchildren in Italy«, es decir, «Comparación del acoso sufrido por alérgicos a alimentos frente a escolares sanos en Italia») lo mide, es decir, compara la probabilidad de estos escolares con la que tiene un grupo control (así se llama) sin alergias, y llega a la conclusión de que es casi el doble. Has leído bien: casi el doble.
El acoso escolar tiene consecuencias negativas importantes para la víctima, que se traducen en trastornos emocionales y de conducta que pueden llegar a ser graves, un retraimiento social con dificultad para establecer relaciones gratificantes, y una merma en su rendimiento académico. Es importante que los adultos que interactúan con los niños, ya sean los profesores, los padres u otros cuidadores, estén atentos para identificar las situaciones de riesgo y actúen con convicción para evitar que ese comportamiento se produzca.
Y aquí hay una situación de riesgo identificada. Porque los cuidados que necesitan los niños alérgicos van mucho más allá de intentar evitarles el contacto con el alérgeno.