Ayer, 16 de octubre de 2016, se ha celebrado el Día Mundial de la Alimentación. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) ha propuesto para su celebración el lema «El clima está cambiando. La alimentación y la agricultura también«. Uno de los mayores problemas relacionados con el cambio climático es, precisamente, su repercusión sobre los recursos alimentarios. Las personas más pobres del mundo (muchas de las cuales son agricultores, pescadores y pastores) están siendo los más afectados por las altas temperaturas y el aumento de la frecuencia de desastres relacionados con el clima.
En la Cumbre de Desarrollo Sostenible de la ONU en septiembre de 2015, 193 países se comprometieron a acabar con el hambre en los próximos 15 años. El objetivo mundial de lograr el Hambre Cero se ha fijado para 2030. Para alcanzar ese objetivo es necesario hacer frente al cambio climático, y se necesitan también inversiones para conseguir que los sistemas agrícolas y alimentarios se adapten a los efectos adversos del cambio climático y se hagan más resilientes, productivos y sostenibles.
Los alimentos transgénicos pueden ayudar también a mejorar la situación de muchas personas en todo el mundo. Sin embargo, diversos colectivos, entre los que se encuentran organizaciones ecologistas como Greenpeace, presionan con todos sus recursos, influyendo sobre la opinión pública, para fomentar un rechazo a estos alimentos. Como consecuencia de lo anterior, muchos gobiernos en todo el mundo han plasmado ese rechazo en la normativa reguladora de tales productos.
En ese escenario, la comunidad científica no ha podido permanecer indiferente.
En mayo de este año, la Academia Nacional de Ciencias de los EEUU publicó un informe que revisaba todas las investigaciones publicadas sobre el impacto de los transgénicos desde que se comenzaron a utilizar hace tres décadas. Y ese informe llegaba a la conclusión de que los alimentos procedentes de organismos modificados genéticamente son tan seguros como los que se producen a partir de cultivos convencionales.
Dos meses más tarde, en julio, 110 personas galardonadas con el premio Nobel de Medicina, Física o Química se posicionaban públicamente al firmar una carta pidiendo a Greenpeace y a los gobiernos de todo el mundo que abandonen su oposición y sus campañas en contra de los organismos genéticamente modificados. Uno de los aspectos que el texto abordaba se refería a una campaña puesta en marcha por Greenpeace para impedir el cultivo del arroz dorado, una variedad transgénica modificada para reducir el déficit de vitamina A y que tiene potencial para reducir o eliminar muchos de los problemas de salud (graves, como ceguera) o incluso muertes que la deficiencia de esta vitamina causa en la actualidad, con un mayor impacto sobre las poblaciones más pobres de África y del sudeste asiático. Concretamente, el arroz dorado se ha convertido en un símbolo de quienes reivindican los transgénicos, ya que fue el primer cultivo de este tipo y está libre de patente (un aspecto importante para que puedan beneficiarse de él los países más pobres).
Pero ¿qué es un alimento transgénico?
Los alimentos transgénicos son aquellos que han sido producidos a partir de un organismo modificado mediante ingeniería genética (organismos genéticamente modificados, OGM) y al que se le han incorporado genes de otro organismo para producir las características deseadas.
Desde que el ser humano dejó de ser exclusivamente recolector y cazador para pasar a producir sus propios alimentos mediante plantación de cultivos y crianza de animales (y eso tuvo lugar hace miles de años: las primeras pruebas de la transición hacia sociedades agricultoras y ganaderas se han encontrado en Oriente Próximo y datan de en torno a 8500 a. C.), hemos buscado cambiar las características de las especies vegetales y animales que se convertían en alimento, para adaptarlas a nuestras características. Los métodos para conseguirlo eran diferentes a los que permiten los actuales medios técnicos, pero igualmente modificábamos la dotación genética de estas especies: seleccionando y facilitando el crecimiento y reproducción de las elegidas, luchando contra las plagas y neutralizando a sus depredadores, cruzando especies cercanas para producir híbridos, … a la larga, conseguíamos gallinas capaces de poner más huevos, mandarinas sin semillas o cereales más resistentes a la sequía.
Hoy, los conocimientos científicos y los medios técnicos nos permiten modificar directamente en laboratorio la dotación genética de un organismo para conseguir que produzca proteínas nuevas o para evitar que produzca otras que resultan indeseables. Los objetivos son los mismos que tenían nuestros antepasados, pero podríamos decir que llegamos a ellos por medio de un atajo. ¿Son, por ello, los alimentos derivados de esos organismos menos sanos, menos seguros o más peligrosos?
No hay absolutamente ninguna evidencia de que sean menos sanos, menos seguros o más peligrosos.
Y, en lo que se refiere específicamente a su capacidad para producir alergia, ¿son más alergénicos?
Tampoco hay absolutamente ninguna evidencia de que, por el hecho de ser transgénicos, tengan una mayor capacidad para producir alergia.
Podría ocurrir que, si la modificación ha consistido en añadir proteínas nuevas, alguna de ellas pudiera causar alergia a algunas personas (potencialmente, cualquier proteína extraña podría resultar alergénica), pero exactamente igual que si el cambio se hubiera conseguido por los métodos tradicionales en lugar de en laboratorio.
Por el contrario, en muchos casos podría conseguirse exactamente lo contrario: eliminar del alimento el alérgeno que causa problemas. Se ha empleado este método, por ejemplo, para conseguir un trigo sin gluten (algo de lo que ya hemos hablado en este blog), el cual podría resultar apto (y eso es lo que se pretende) para las personas celíacas. Se está trabajando también intensamente para conseguir cacahuetes de los cuales se haya eliminado el principal alérgeno, el que causa los problemas a la gran mayoría de personas alérgicas a este alimento (Ara h 1). Las posibilidades, como puede intuirse, con un poco de imaginación y los medios técnicos adecuados, son extraordinarias para mejorar la calidad de vida y la seguridad de muchas personas alérgicas a alimentos.
La oposición a los transgénicos no está basada en la evidencia científica: es una oposición dogmática, más basada en aspectos emocionales que racionales.
Los 110 premios Nobel firmantes de la carta a la que nos referíamos arriba (y que puede leerse íntegramente aquí) terminaban su petición con una pregunta dura pero cargada de razón: «¿Cuánta gente pobre tiene que morir en el mundo para que consideremos ésto [esa oposición a los transgénicos, enconada y contraria a los datos científicos, que ellos denuncian] un crimen contra la humanidad?».
Así vio en 2007 el dibujante australiano John Dichtburn (Inkcinct) la oposición sistemática a las nuevas tecnologías: