Alimentarse es un acto biológico, consistente en ingresar en el organismo los nutrientes necesarios para mantener la vida en condiciones de salud.
Comer, sin embargo, es otra cosa: es mucho más que eso. Es un acto cultural. Qué comemos, cuándo comemos, dónde comemos, con quién, de qué manera, … todas esas variables están determinadas por parámetros culturales y sociales más que puramente biológicos. Eso explica por qué, en una misma sociedad, donde la disponibilidad de alimentos es (con matices, pero en líneas generales) similar para todos, hay personas que, por cuestiones de creencias, rechazan la carne de algún animal concreto (el cerdo, en el caso de musulmanes y judíos) mientras que otros lo consideran un manjar suculento («del cerdo se aprovecha todo, hasta los andares», solían decir en mi ciudad natal, en el corazón de Andalucía); o por qué algunas personas sólo comen carne si tienen la certeza de que el animal ha sido sacrificado según un ritual concreto, mientras que otras rechazan sistemáticamente todo tipo de carne, o incluso todo tipo de productos animales.
Que la comida tiene connotaciones sociales más allá de su condición de alimento queda también patente por la vinculación frecuente del acto de comer con determinados momentos o acontecimientos: banquete de bodas, tarta de cumpleaños, almuerzo de trabajo, comida de negocios, cena de gala, …
Con mucha frecuencia, la elección de lo que comemos está marcada, más allá de la pura disponibilidad o accesibilidad al alimento, por convicciones personales o por costumbres del grupo con el que nos identificamos o en el que queremos integrarnos. En el caso de algunas personas, sin embargo, existen condicionantes biológicos concretos que limitan la posibilidad de elección. Y eso, a veces, supone una restricción significativamente mayor que la de tener que privarse de un sabor concreto. De eso es de lo que queremos hablar hoy.
La celiaquía es una enfermedad secundaria a una intolerancia permanente, de causa inmunológica, al gluten (una proteína que está presente en la semilla de muchos cereales, como trigo, cebada, avena y centeno), y que condiciona la necesidad de una dieta exenta de gluten de por vida (le hemos dedicado una entrada en la Alergopedia, que puedes leer aquí). En un entorno, como el nuestro, en el que esos cereales (muy especialmente el trigo) están tan presentes en los productos alimenticios elaborados, eso exige ser especialmente cuidadoso con lo que se come.
Las personas celíacas tienen, con frecuencia, la percepción de que su situación no es bien entendida.
Algunos de ellos refieren tener la sensación de que su enfermedad se malinterpreta como una elección personal: como si renunciar al gluten fuese para ellos una opción, como si hubieran elegido, por ser seguidores de alguna moda excéntrica, eliminar de su dieta esa proteína concreta (de hecho, y hablando de modas, sí que hay personas que sin ser celíacas ni alérgicas al gluten deciden prescindir voluntariamente del mismo, creyendo que eso les proporcionará beneficios: en tales casos, una dieta sin gluten no aporta ninguna ventaja).
Los celíacos constatan desinterés o una desinformación importante en muchos servicios de hostelería, que no ofrecen dietas alternativas para ellos, o lo hacen sin suficientes garantías.
Los padres de niños celíacos lamentan las dificultades que encuentran en los comedores escolares, o la insensibilidad, la mayor parte de las veces por ignorancia, de los padres de los compañeros de sus hijos, que cuando organizan algún evento dedicado a los pequeños pueden caer en la imprevisión de no proporcionar un menú alternativo.
Hablan de las dificultades que encuentran en entornos en que no tienen libertad para seleccionar personalmente los elementos de su propia dieta (hospitales, viajes largos en un medio de transporte colectivo, conciertos u otros espectáculos a los que no se permite acceder con alimentos, …).
Destacan, muy especialmente, el elevado precio de los alimentos que no contienen gluten, cuando se comparan con los elaborados a partir de harina de cereales que sí lo contienen, como el trigo. Ciertamente, la cesta de la compra de una persona celíaca es significativamente más cara, por ese hecho, que la de una persona que no lo sea, y no parece que el precio de las materias primas justifique una diferencia tan marcada. Aunque las restricciones de su dieta están condicionadas por una enfermedad, los productos sin gluten no se consideran «tratamientos dietoterápicos complejos» a efectos de su inclusión en la cartera de servicios del Sistema Nacional de Salud, por lo que no reciben, con carácter general, ninguna ayuda pública para compensar su elevado precio.
Convencidas de que el conocimiento traerá consigo la comprensión y una mayor solidaridad que disminuirá o incluso eliminará los problemas anteriores, las personas celíacas han puesto en marcha lo que llaman «La Semana de la Visibilidad de la Enfermedad Celíaca«, y desde el pasado lunes 22 de septiembre están, con ayuda de todos aquéllos que quieran colaborar, dando a conocer la enfermedad y sus características a través de las redes sociales de Internet.
Concretamente, en Twitter, puede seguirse a través del hagstag #Yoestoyconlosceliacos. Con él como referencia, muchos usuarios están emitiendo mensajes que contribuyen a divulgar diversos aspectos de la enfermedad y de la situación de quienes la padecen.
En esta viñeta de Tom Falco, el personaje que habla refiere «Le pedí que me trajera algo sin gluten, sin sal y sin azúcar. Me ha traído un vaso de agua«. El chiste parece basarse en una exageración, pero en la práctica casi no lo es. Uno de los objetivos de la campaña es que este tipo de situaciones dejen de ser habituales.
Pero, aunque en realidad algunas veces las personas celiacas hayan podido quedarse con hambre en algún evento por imprevisión de los organizadores, la necesidad de esta campaña no deriva de una cuestión de apetito. Es por una cuestión de integración.
De respeto.